lunes, 28 de abril de 2014

La pelota favorita

Mi perro puede tener, perfectamente y sin miedo a ser una pizca exagerada, unas 20 pelotas de tenis acumuladas. Y que conste que hace ya años que no se las compro, pero se ha convertido con el paso del tiempo en un experto buscador de éstas (y del pollo asado) y las huele a kilómetros. Alguna ha rescatado desenterrándola en la playa o en las jardineras de la urbanización. Solo le dejamos dos pelotas al alcance, literalmente, porque sino la hora de salir a jugar podría ser una locura intentando llevárselas todas.

El caso es que en ocasiones encuentra una que se convierte de forma automática en LA pelota. No he conseguido averiguar qué características tiene que reunir la dichosa pelotita para convertirse en la favorita, ya que para mí todas son parecidas, cuando no iguales. Algo tendrá que ser a sus ojos (o hocico), y seguro que él piensa igual de mí cuando me ve a todas horas con libros en las manos.



Cuando LA pelota aparece, las otras veinte pierden toda la importancia. Es como si no existiesen a pesar de que, probablemente, el día anterior fueran su tesoro más preciado. Vive por y para la pelota favorita. Se pasa las horas delante de la puerta, sentando esperando que llegue el momento del paseo. Y cuando termina se resiste a soltarla aunque tenga la lengua arrastrando y necesite descansar y beber agua a todas luces. La entierra, desentierra, muerte, suelta en el agua, lame y corre tras ella como si hubiera otra cosa en el universo capaz de llamar su atención.

Absurdo, ¿no? Pues los seres humanos actuamos de la misma manera. Solo hay que cambiar pelotas por personas.

Tenemos un montón de gente a nuestro alrededor que nos quiere, que nos produce alegría. Y los queremos, PERO. Aparece LA pelota. Nuestra pelota particular. La que ocupa nuestro pensamiento noche y día y nos hace olvidarnos de comer, beber, dormir y de nuestros veinte seres queridos. Y queremos apsar el día divirtiéndonos con ella. Y nos obsesionamos.
Y dejamos de lado todo lo demás porque somos felices los instantes que pasamos con LA pelota. Hasta que perdermos la pelota.

Mi perro, en concreto, tiene tendencia a destrozarla por el uso (se nos rompió el amoooor de taanto usaarlo...), pero alguna ha perdido por despiste o accidente. Cuando rompemos la pelota, duele. Pero hemos visto el desgaste y se podían intuir los créditos finales a medidad que avanzaba el juego. Lo jodido es cuando la pierdes y no sabes por qué o cómo ha pasado. En esos casos, mi perro pasa un tiempo deambulando meláncolico preguntándose (o eso me parece a mí) qué pasó. Y los humanos igual.

Lo que nos diferencia es la actitud después. Mi perro llega a casa y busca sus veinte pelotas y, aunque sepa que no es lo mimo, las valora y se reconforta con ellas, esperanzado y abierto a encontrar otra pelota favorita. Sin embargo, los humanos tendemos a despreciar y pagar con nuestras veinte pelotas nuestra mala estrella. Y seguimos estancandos en LA pelota perdida sin querer ver nada más.

Tengo mucho que aprender de mi perro.

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