viernes, 21 de agosto de 2015

Con las bragas en la mano

La feria ha degenerado hasta ser una burda caricatura de lo que era. Un esperpento. Un desfile de descamisados. Una fiesta de alcohólicos anónimos que salió mal. O eso dicen. Los tíos exhiben sus ridiculeces en la otrora respetada Plaza de la Constitución. Las tías llevan las bragas en la mano para que se les sequen. O es dicen. Ahora los jóvenes van a la feria a beber, dicen los adultos responsables que bajaban en sus años mozos con las aventuras del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha bajo el brazo. Los jóvenes no respetáis la autoridad, dicen los adultos que se jactan en cada cena familiar de haber corrido delante de los grises. Y, a pesar de su hipocresía, tienen razón en muchas cosas. Para empezar, la mayoría baja a beber hasta que no es capaz de distinguir un perro de un calcetín. La mayoría, no respeta a la autoridad. Pero ni a la autoridad, ni al vecino, ni a su amigo, ni a si mismo. La mayoría mea donde se le antoja. La mayoría tiene un concepto de diversión que se fundamenta en beber hasta vomitar para poder seguir bebiendo. Yo siento vergüenza.

No me voy a erigir en defensora de la feria porque, sinceramente, no soy una ferianta. De hecho, solo me gusta en pequeñas dosis, pero me jode profundamente lo que están haciendo. No me gusta el flamenco. Mi capacidad de resistencia a este tipo de música se queda en lo superficial. Niña Pastori y demás destilados. Me sacáis del "Algo se muere en el alma" y el "Mírala cara a cara" y me pierdo. Apenas bebo. Paso de estar normal a mareada en cuestión de segundos y, oye, prefiero no tener los sentidos embotados. No le veo la gracia a no ser capaz de hablar y andar con normalidad, llamadme rara. Los humanos tenemos solamente cinco sentidos, nos da mejor resultado usarlos todos. Odio las aglomeraciones. ODIO. Para que alguien me caiga bien tiene que respetar ampliamente mi espacio vital. Mejor aún, tiene que respetar el espacio vital de mi espacio vital. Y, por último, la gente borracha me aburre. Me cargan las conversaciones de besugo. Así que, con estos datos, aparte de saberse que soy anti social, se podría pensar que no piso la feria.

Y, sin embargo, se mueve. Voy. Poco, pero voy. Y veo borrachos, me tengo que rozar con gente descamisada y sudada porque las calles están abarrotadas, se aguantan comentarios de todo tipo, y se escucha música que no es tu estilo. Tenemos la feria que nos hemos ido ganando con el paso de los años. Se ha permitido que los gobernantes vilipendien el ambiente del centro, lo mancillen, lo ensucien en privado y en público, lo degeneren a favor del Cortijo Torres. Ahora es cuando nos echamos las manos a la cabeza. Hace unos años, al Real solo se iba de noche, la feria de día era en el centro histórico, pero, poquito a poco, esto ha ido cambiando. ¿Cómo? Fácil. Prohíbo la música a partir de cierta hora en la calle, quito estas cositas de aquí y las pongo allí, una prohibición más por aquí, que el servicio de limpieza se lo tome con calma hasta cierta hora... En fin, permito que el centro se convierta en una jungla llena de morralla y mimo el Cortijo Torres. ¿Y ahora? Ahora me quejo de que el centro se ha convertido en un estercolero de borrachos. ¿Siguiente paso? En unos años, no demasiados, echar el cierre definitivo al centro con la excusa de que ha degenerado hasta el punto de que Sodoma y Gomorra son conventos a su lado...

Porque aunque algunos se empeñen en que olvidemos, el centro no siempre ha sido así. Quieren convencernos de que ya no queda nada por salvar allí, pero no es cierto. Quedan vestigios de lo que fue. Quedan grupos de verdiales tocando en Calle Larios. Quedan grupos de música animando por Mitjana. Quedan señoras (y señores) vestidos de flamenco. Quedan grupos de señoras bailando sevillanas en mitad de la calle. Quedan biznagueros. Quedan grupos de guiris alucinando. Queda feria en el centro. Aunque sea con jóvenes con las bragas en la mano. 

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